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Un jardín bien adornado

Voy a decirlo de una vez: no me gustan las ensaladas. No puedo considerarlas como cocina porque la mayoría no implica lo elemental del verbo: transformar algo, ya sea en base al calor o a una técnica que le dé un sabor y textura particular.

Muchas ensaladas no apelan a ello, aunque resulten ser buenas combinaciones de ingredientes y la mayoría de ellos estén frescos, es decir, en su forma natural, sin mayor valor o crédito para quien los prepara.

Crédito: Lamesa.pe y freepik.

Una ensalada es un jardín bien adornado sobre la mesa, con combinación de colores y formas, llegando incluso a tener grandes componentes nutritivos pero poco de sorpresa para el comensal hasta que llega la botellita de aliño. Algunos lo resuelven todo. Otros, opacan con su acidez lo que debería ser al menos una mezcla de sabores y texturas predecibles pero apetecibles de cualquier forma.

Para los vegetarianos, las ensaladas pueden ser las mejores amigas, aunque los restaurantes les asignen roles secundarios que dejan de tener interés apenas se voltea esa primera página de la carta en la que suelen esperar casi como anfitriones de una fiesta en la que siempre se quedarán a la puerta de entrada. No me malentiendan, creo que las ensaladas tienen salvación, pero su esperanza de ser elegidas no debe estar en el pedazo de carne que se le añada.

Tampoco en los comensales de poco apetito, en los que están a dieta o en el cliché de ser comida para mujeres. Mucho menos en los vegetarianos, llamados come-pasto precisamente por la simpleza de este plato frío. Su salvación debe estar en la creatividad y en su ventaja de tratarse de una preparación que debería servirse más rápido por no tener que esperar el calor del fuego.

Los Simpson y la cuota de humor.

En tiempos del fast food, las ensaladas constituyen la piedra angular del fast good que hasta ahora tiene más de verduras repetidas en combinaciones que las reducen a toppings, en lugar de aprovecharlas en propuestas novedosas que las estelaricen con nombres propios. Para entrar en materia, hablaré de la que fue mi favorita desde niño: la ensalada de col.

O más propiamente, de la ensalada del KFC. Si las madres sufren para que los niños coman sus verduras, yo fui un infante encantado con la idea de una ensaladilla dulce, de verduras integradas y un sabor inconfundible (díganme una sola que se le parezca). Hace poco descubrí que en inglés se le llama coleslaw, una tradición venida desde Inglaterra y que acompaña a las carnes asadas.

Pinterest está plagado de recetas de coleslaw.

Su receta, mitificada como un secreto al igual que la del pollo proveniente de Kentucky, la hicieron aun más atractiva. Hoy en día, que por internet todo se sabe, se sabe también cómo prepararla: 1) cebolla, zanahoria y col cortada en trozos muy pequeños; 2) mezclar azúcar, sal, pimienta, leche, mayonesa, mantequilla, limón y vinagre y batir hasta que quede uniforme; 3) revolver, tapar y refrigerar.

Algunos le ponen manzana y otros recomiendan dejar la col remojando en agua helada hasta que se ponga traslúcida. Otros hablan del ingrediente clave (el tipo de mayonesa), del ingrediente secreto (el horse radish, o rábano picante) y otros de sofisticaciones que no creemos (yogur natural, vinagre de arroz, crema de leche).

Yo no creo en ingredientes secretos pero sí en la mano experta y la fórmula exacta que le da personalidad a algo tan sencillo como una ensalada, logrando que su sabor y técnica perdure. Ojalá los chefs se dejen de adornar tanto ese jardín en la entrada de la carta que es la ensalada y creen nuevas recetas que nos maravillen tanto como mi ensalada favorita a la que seguiré llamando ensalada KFC.

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