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Un cadáver en el plato

Recuerdo la primera vez que supe que comía animales muertos. Fue antes de que cumpliera 10 años, con Mafalda, de Quino. La leía en El Comercio y en los libros que mis papás me compraban felices de que me divirtiera a pesar de no entender lo que era la guerra nuclear, la OTAN, el Kremlin, la burocracia y el comunismo (y tampoco el vegetarianismo). Felipe, el niño que odia la escuela como yo, se encuentra con Miguelito y pasa esto:

Un cadáver de pollo. No sabemos si Miguelito era vegetariano, o si Felipe se volvió vegetariano después de esta situación. Yo no recuerdo haberle agarrado asco al pollo crudo hasta que, investigando para una crónica sobre los estudios universitarios de Medicina con cadáveres, me tocó ver varios muertos humanos en formol, a piel y hueso. En la tarde, a la hora del almuerzo, no pude evitar el rechazo por la pierna cercenada del pollo.


Aceptémoslo: comemos cadáveres y, desde ese punto de vista, poco importa de qué animal sean. Una cordero, un cabrito, un conejo, un cuy, un perro. La diferencia suele ser cultural; lo que significa que no hay ninguna diferencia salvo la casualidad que nos dio un lugar dónde nacer. El muerto en el plato, a veces todavía sangrante, lo preferimos recién muerto, fresco y agonizante (los pescados) y en ocasiones vivo (el suri). En Japón existe el ikizukuri, la preparación del sashimi de un animal vivo (camarones, pulpos, peces).

Hay restaurantes y piscigranjas en los que se puede elegir la langosta o trucha que queremos ver muerta y aderezada (en Perú, hay puestos de mercado de bebidas sanadoras en los que se arroja una rana viva para hacer un extracto del anfibio). En “Hablemos de langostas”, el escritor norteamericano David Foster Wallace cuenta su experiencia en el Festival de la Langosta de Maine (más de 100 mil asistentes en 2003 y más de 12 mil kilos de langosta). Una investigación que, entre otras cosas, narra la forma en que se cocina al crustáceo delicatesen:

“…todas las langostas tienen que estar vivas cuando se meten en la olla (…) las pinzas sujetas con bandas elásticas para evitar que se hagan trizas unas a otras por culpa del estrés de la cautividad hasta el momento mismo de hervirlas (…) a veces la langosta intentará agarrarse a los lados del recipiente o incluso enganchar las pinzas en el borde de la olla como una persona que intenta no caerse desde el borde de un tejado. Y es peor cuando la langosta está totalmente sumergida. Hasta cuando tapas la olla y te das la vuelta, por lo general puedes oír el repicar y el claqueteo de la tapa mientras la langosta intenta levantarla a empujones”

(pág. 305 y 306 de la edición 2008 de Debolsillo).

Comemos cadáveres pero, antes de hacerlo, alguien los cría, alimenta y mata por nosotros.


En el libro “La vida de una vaca”, el cronista chileno Juan Pablo Meneses cuenta que compró una ternera recién nacida, La Negra, y por tres años la alimentó, cuidó (“en cierta manera tener una vaca es como tener un hijo”) y crió en Argentina. Cuando le preguntaron para qué la quería dijo que para “engordarla mucho, mandarla al matadero cuando fuera grande y, con la ganancia de la venta, comer más y mejor carne”.

La Negra era un pretexto para escribir pero también se volvió una disyuntiva moral para el cronista. “Una amiga alemana me ha dicho, tras ver las fotos de La Negra, que si la mato, ella no me volverá a hablar. Le cuesta entender que la crianza de animales es un negocio”. Encariñarse resultó difícil, la vaca, cuenta Meneses: no es un animal doméstico, no se deja acariciar, “jamás viene cuando la llamas y es absolutamente incapaz de hacer alguna gracia. Nunca sonríe y, lo que es peor, siempre parece triste. Es un animal curioso, pero desconfiado. Como si supiera que su único fin es nuestro plato”.


Los ganaderos llaman al acto de matar una vaca y trocearla “beneficiarla”. Es claro que el beneficio es solo para ellos. Juan Pablo Meneses no se encariñó con La Negra, a diferencia de quienes supieron de ella y le escribieron mails para que no la sacrificara (sacrificar es más sutil que matar o hacer matar).


Ya aclaramos que este blog no es vocero animalista (aunque es difícil no sentir empatía por quienes defienden a los animales). Es raro que imágenes como la de los delfines despanzurrados en una playa o la de los pelícanos muertos, bañados en petróleo, provoquen sensaciones tan distintas a la de los pollos desplumados en el supermercado (o la de sus huesos amontonados en el plato). Nadie, salvo los niños y los animalistas, ven cadáveres en los patos colgados del pescuezo en el barrio chino, en la cabeza de carnero que asoma en un caldo, en el cuy con las patas extendidas o en el cerdo amordazado con una manzana. Los cadáveres exquisitos.


Nos hemos vuelto inmunes al derramamiento de sangre animal, a comer y guardar nuestros muertos en la congeladora, aunque estén en finas rebanadas del tamaño exacto de un pan de molde. Me pregunto qué pensará mi hijo, que hoy tiene un año y medio, cuando pueda leer el diálogo entre Felipe y Miguelito en el “Todo Mafalda” que guardamos para él en su habitación hasta cuando pueda leer.


¿Qué le diré cuando me pregunte por qué matamos animales para comernos sus cadáveres o por qué sepultamos a otros en lugar de ponerlos a la sartén?


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